Qur'an.
Por Frithjof Schuon.
La gran teofanía del Islam es el Corán; éste se presenta como un discernimiento (furqán) entre la verdad y el error. En cierto sentido, todo el Corán ‑uno de cuyos nombres es precisamente Al‑Furqan («el Discernimiento»)‑ es una suerte de paráfrasis múltiple del discernimiento fundamental, la Shahâda*; todo su contenido es en suma que «la Verdad ha venido y el error (al‑bâtil, lo vano, lo inconsistente) se ha desvanecido; en verdad, el error es efímero» (Corán, XXVII, 73)*La intención de la fórmula Lâ ilaha illâ‑Llâh se ve clara si por el término ilah ‑cuyo sentido literal es «divinidad»se entiende la realidad, cuyo grado o naturaleza queda por determinar. La primera proposición de la frase, que es de forma negativa («No hay divinidad ... »), se refiere al mundo, al que reduce a la nada al desposeerlo de todo carácter posítivo; la segunda proposición, que es afirmativa (« ... salvo la Divinidad, Allâh»), se refiere a la Realidad absoluta o al Ser. Se podría sustituir la palabra «divinidad» (ilah) por cualquier palabra que encierre una idea positiva; ésta permanecería indefinida en la primera proposición de la fórmula, pero en la segunda quedaría absoluta y exclusivamente definida como Principio, como es el caso del nombre Allâh, «La Divinidad», en relación con la palabra ilah, «divinidad». En la Shahâda hay el discernimiento metafísico entre lo irreal y lo Real, y luego la virtud combativa; esta fórmula es a la vez la espada del conocimiento y la espada del alma, al tiempo que indica igualmente el apaciguamiento por la Verdad, la serenidad en Dios.
Estas consideraciones sobre los Libros sagrados nos llevan a definir un poco este epíteto de «sagrado»: es sagrado lo que, en primer lugar se vincula al orden trascendente, en segundo lugar, posee un carácter de absoluta certeza y, en tercer lugar, escapa a la comprensión y al control del espíritu humano ordinario. Imaginemos un árbol cuyas hojas, no poseyendo ningún conocimiento directo de la raíz, discutieran sobre la cuestión de saber si ésta existe o no, o de cuál es su forma en caso afirmativo; si entonces una voz procedente de la raíz pudiera decirles que ésta existe y que su forma es tal o cual, este mensaje sería sagrado. Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se transparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las cosas relativas una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.Como el mundo, el Corán es uno y múltiple a la vez. El mundo es una multiplicidad que dispersa y divide; el Corán es una multiplicidad que reúne y conduce a la Unidad. La multiplicidad del libro sagrado ‑la diversidad de las palabras, las sentencias, las imágenes y los relatos‑ llena el alma y luego la absorbe y la transfiere imperceptiblemente, mediante una suerte de «estratagema divina», al clima de la serenidad y de lo inmutable. El alma, que está acostumbrada al flujo de los fenómenos, se entrega a ellos sin resistencia, vive en ellos y es dividida y dispersada por ellos, e incluso más que esto: se convierte en lo que piensa y lo que hace. El Discurso revelado tiene la virtud de acoger esta misma tendencia al tiempo que invierte su movimiento gracias al carácter celestial del contenido y el lenguaje, de forma que los peces del alma entran sin desconfianza y según sus ritmos habituales en la red divina (1). Es necesario infundir a la mente, en la medida en que puede llevarla, la conciencia del contraste metafísico entre la «substancia» y los «accidentes»; la mente así regenerada es la que piensa primero en Dios y lo piensa todo en Dios. En otras palabras: mediante el mosaico de textos, frases y palabras, Dios extingue la agitación mental al revestir Él mismo la apariencia de la agitación mental. El Corán es como la imagen de todo lo que el cerebro humano puede pensar y experimentar, y por este medio Dios agota la inquietud humana e infunde en el creyente el silencio, la serenidad y la paz.
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El contenido más aparente del Corán está formado, no de exposiciones doctrinales, sino de relatos históricos y simbólicos y de imágenes escatológicas; la doctrina pura se desprende de estas dos clases de cuadros, está como engastada en ellos. Haciendo abstracción de la majestad del texto árabe y de sus resonancias mágicas, el lector podría cansarse del contenido si no supiera que nos concierne de un modo totalmente concreto y directo, es decir, que los «infieles» (kâfirân), los «asociadores» de falsas divinidades a Dios (mushrikûn) y los hipócritas (munâfiqûn) están en nosotros mismos; que los Profetas representan nuestro intelecto y nuestra conciencia; que todas las historias coránicas ocurren casi diariamente en nuestra alma; que La Meca es nuestro corazón; que el diezmo, la peregrinación, la guerra santa, son otras tantas actitudes contemplativas.
Es plausible el que la imaginería coránica se inspire sobre todo en luchas; el Islam nació en una atmósfera de lucha; el alma en busca de Dios debe luchar. El Islam no ha inventado la lucha; el mundo es un desequilibrio constante, pues vivir es luchar. Pero esta lucha sólo es un aspecto del mundo, desaparece con el nivel al que pertenece; por eso todo el Corán está penetrado de un tono de poderosa serenidad. Psicológicamente hablando, se dirá que la combatividad del musulmán es contrarrestada por el fatalismo; en la vida espiritual, la «guerra santa» del espíritu contra el alma seductora (al‑nafs al-‘ammâra) es superada y transfigurada por la Paz en Dios, por la conciencia del Absoluto; es como si, en último término, ya no fuéramos nosotros mismos quienes luchamos, lo que nos conduce a la simbiosis «combate‑conocimiento» de la Bhagavadgitâ y también a ciertos aspectos del arte caballeresco en el Zen. Practicar el Islam, en el nivel que sea, es reposar en el esfuerzo; el Islam es la vía del equilibrio, y de la luz que se posa en el equilibrio.
El equilibrio es el vínculo entre el desequilibrio y la unión, como la unión es el vínculo entre el equilibrio y la unidad; ésta es la dimensión «vertical». Desequilibrio y equilibrio, arritmia y ritmo, separación y unión, división y unidad: éstos son los grandes temas del Corán y del Islam.
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Pero hay otra haqîqa (2) que nos gustaría tocar aquí, y es la siguiente: la Presencia divina tiene en el orden sensible dos símbolos o vehículos ‑o dos « manifestaciones » naturales‑ de primera importancia: el corazón, dentro de nosotros, que es nuestro centro, y el aire que está a nuestro alrededor, y que respiramos. El aire es la manifestación del éter, que teje las formas, y es al mismo tiempo el vehículo de la luz, que también manifiesta al elemento etéreo (30). Cuando respiramos, el aire penetra en nosotros, y es ‑simbólicamente hablando‑ como si introdujera en nosotros el éter creador junto con la luz; respiramos la Presencia universal de Dios. Hay igualmente una relación entre la luz y el frescor, pues las dos sensaciones son liberadoras; lo que en el exterior es luz, en el interior es frescor. Respiramos el aire luminoso y fresco, y nuestra respiración es una oración como el latido de nuestro corazón; la luminosidad se refiere al Intelecto, y el frescor al Ser puro (31).
El mundo es un tejido cuyos hilos son éter; estamos tejidos en él con todas las demás criaturas. Toda cosa sensible sale del éter, que lo contiene todo; todas las cosas son éter cristalizado. El mundo es un inmenso tapiz; poseemos el mundo entero en cada respiración, puesto que respiramos el éter del que todo está hecho (32), y puesto que «somos» éter. Al igual que el mundo es un tapiz inmensurable en el que todo se repite en el ritmo de un continuo cambio, o también, en el que todo permanece semejante en el marco de la ley de diferenciación, lo mismo el Corán ‑y con él todo el Islam‑ es un tapiz o un tejido en el que el centro se repite en todas partes de una manera infinitamente variada y en el que la diversidad no hace sino desarrollar la unidad; el «éter» universal ‑del que el elemento físico no es más que un reflejo lejano y vuelto pesado‑ no es otro que la Palabra divina que es en todas partes «ser» y «cosciencia», y que es en todas partes «creadora» y «liberadora», o «reveladora» e «iIuminadora».La naturaleza que nos rodea ‑sol, luna, estrellas, día y noche, estaciones, agua, montañas, bosques, flores‑, esta naturaleza es una suerte de Revelación. Ahora bien, estas tres cosas: naturaleza, luz y respiración están profundamente ligadas. La respiración debe unirse al recuerdo de Dios; hay que respirar con veneración, con el corazón, por decirlo así. Se ha dicho que el Espíritu de Dios ‑el Soplo divino‑ estaba «por encima de las Aguas», y que «insuflando» Dios creó el alma, y también, que el hombre que ha «nacido del Espíritu» es semejante al viento «que tú oyes, pero que no sabes de dónde viene ni adónde va».Es significativo que el Islam sea definido, en el Corán, como un «ensanchamiento (inshirâh) del pecho», que se diga, por ejemplo, que Dios nos «ensanchó el pecho por el Islam»; la relación entre la perspectiva islámica y el sentido iniciático de la respiración, y también del corazón, es una clave de primera importancia para la comprensión del arcano sufí. Por la misma vía y por la fuerza de las cosas desembocamos también en la gnosis universal.
El «recuerdo de Dios» es como la respiración profunda en la soledad de la alta montaña: el aire matinal, cargado de la pureza de las nieves eternas, dilata el pecho; éste se vuelve espacio, el cielo entra en el corazón.Pero esta imagen implica todavía un simbolismo más diferenciado, el de la «respiración universal»: la espiración se refiere a la manifestación cósmica o a la fase creadora, y la inspiración a la reintegración, a la fase salvadora, al retorno a Dios.
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Una de las razones por las que los occidentales tienen dificultad para apreciar el Corán e incluso han planteado muchas veces la cuestión de saber si este libro contiene o no las primicias de una vida espiritual (33), reside en el hecho de que buscan en un texto un sentido plenamente expresado e inmediatamente inteligible, mientras que los semitas ‑y los orientales en general‑ son unos enamorados del simbolismo verbal y leen «en profundidad»: la frase revelada es una alineación de símbolos cuyas chispas saltan a medida que el lector penetra la geometría espiritual de las palabras; éstas son puntos de referencia con miras a una doctrina inagotable; el sentido implícito lo es todo, las oscuridades de la forma literal son velos que indican la majestad del contenido (34). Pero incluso sin tener en cuenta la estructura sibilina de un gran número de sentencias sagradas, diremos que el oriental saca muchas cosas de pocas palabras: cuando, por ejemplo, el Corán recuerda que «el más allá es mejor para vosotros que este mundo», o que «la vida terrena no es más que un juego», o cuando afirma: «Tenéis en vuestras mujeres y vuestros hijos un enemigo», o también: «Di: ¡Alláh!, y luego déjalos con sus vanos juegos» ‑o, en fin, cuando promete el Paraíso a «aquel que haya temido la estación de su Señor y haya rehusado el deseo a su alma»‑ cuando el Corán habla así, se desprende para el musulmán (35) toda una doctrina ascética y mística, tan penetrante y completa como cualquier otra espiritualidad digna de este nombre.
Jalal al‑Din Rúmi dice en su Kitáb fihi má fihi:
«El Corán es como una joven casada: aunque trates de quitarle su velo no se te mostrará. Si discutes el Corán no encontrarás nada, y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo; empleando la astucia y haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: Yo no soy el que tú amas. De esta manera, puede mostrarse bajo cualquier luz.»